El infierno

HAY cosas inexplicables. Ni la intuición, ni la razón que ordena las palabras otorgando fisicidad a los sentimientos, ni la filosofía, ni la ciencia, ni Dios. Le observo. Detengo la imagen. Pero soy incapaz de acercarme ni siquiera por un instante al lugar donde se alejó para siempre de los demás, de todos nosotros. José Bretón. El gran desconocido. Porque un hijo es lo más sagrado, el amor constante, incondicional, absoluto. Su dolor te abraza con mucha más fuerza que el tuyo, su llanto, su vulnerabilidad, sus miedos, sus preguntas. Por un hijo renuncias a casi todo. Y te entregas, con las muñecas esposadas, para salvarlo de cualquier duda. Padres e hijos son capaces de romper diálogo y convivencia por no compartir formas de ver la vida. Capaces de retirarse la palabra. Y los besos. La herencia. El apellido. Capaces de renegar de un pasado común. Pero son adultos, y más o menos, independientes. Pero los niños no. Los niños son confiados. Inocentes. Completamente dependientes. Y necesitan tu mirada de aprobación para moverse por el mundo. Para definirse. Hasta ese día en que no necesitan ponerse de puntillas para mirarse al espejo y reconocerse. Para imponerse o para afrontar la soledad. Porque los Reyes son los padres. Y llenan el árbol de ilusiones navidad tras navidad, aunque no puedan comprarse ni un par de calcetines. Son mágicos. Son súper héroes. Como el ratoncito Pérez, que sabe que se te va a caer ese diente antes que tú y es capaz de recorrerse el mundo para hurgar debajo de tu almohada. O Papá Noel, que no se muere nunca. Pues no. Él no. Él es un monstruo. Como el de las peores pesadillas. Capaz de pactar con el hombre del saco un secuestro que nunca existió para acabar con las risas, con los juegos, con las caricias, para siempre. Condenando al infierno a todos los de su alrededor, que nunca más podrán quitarse de la cabeza la última vez que los vieron. El último adiós. Y él, en su victoria, mantiene la calma. Con el poder que le otorga haber provocado voluntariamente el dolor eterno en los demás. Porque desde su encierro, controla la muerte en vida de su ex mujer aún más que cuando convivía con ella. Ahora sabe que jamás podrá volver a respirar, a mirar, a ver, a caminar, sin pensar en ellos. En él. En otra vida. Incomprensible ¿no? Ruth Ortiz protege su alma y su memoria en el juicio tras un biombo. Para no acumular más imágenes que olvidar. Para no volverse loca.